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John Byron Carrington estaba desconcertado.
Recogió su sombrero y su abrigo de manos del mayordomo de los Darcy y salió a la calle tratando de no hacer ni decir una tontería. O al menos, ninguna más. Incluso en su actual estado, naufragando en un mar de perplejidad, se daba cuenta de que en el transcurso de los últimos días había cubierto el cupo de tonterías para toda una vida.
Salió a la calle. Ya era media mañana y los carruajes traqueteaban alegremente sobre el adoquinado, al compás de los cascos de los caballos. Pequeños grupos de señoras y señoritas recorrían bajo sus sombrillas de encaje las anchas aceras de la zona alta. Un caballero amigo de su padre alzó su chistera para saludarlo al doblar la esquina de la calle Bond, pero John Byron Carrington no lo advirtió, perdido en sus pensamientos como estaba.
¡Todo este tiempo se había confundido de Georgiana!, ¡qué torpeza!
«¿Cómo he estado tan ciego?», se preguntó, mientras introducía con aire distraído las manos en los bolsillos. En uno de ellos encontró sus anteojos, como si las hadas le hubieran leído el pensamiento y los hubieran colocado allí para burlarse de él. Se detuvo en seco y observó las lentes un momento.
Y ahí, parado frente al escaparate de una sombrerería de señoras, John Byron Carrington se miró a los ojos (o a donde creía que estaban sus ojos, en aquel despliegue de bonetes, tocados de plumas y turbantes de exóticos colores que se extendía ante él) y, poniéndose las lentes, se hizo la primera promesa del día:
—No volveré a quitármelas —dijo en voz alta, como para afirmar el hecho.
—¡Bien dicho, joven! Y, además, le quedan muy bien —lo animó una anciana que en ese momento salía de la tienda con su perrito en brazos.
La acompañaba un lacayo cargado con una columna de paquetes, quien, a una señal de la dama, pasó de largo y los depositó en la parte trasera de un elegante carruaje. Al reparar en el escudo del mismo y la librea de los lacayos, se dio cuenta de quién era.
—¡Señora Bowen! Qué inesperado placer —John se descubrió con galantería ante la amable anfitriona que, unos días atrás, había celebrado la velada donde había coincidido con el inefable capitán Tilney.
La noche del recital. La noche del duelo. La noche que todo comenzó.
—Lo mismo digo —replicó la dama, ensanchando la sonrisa.
—Me alegro de tener la oportunidad de disculparme en persona por haberme marchado de forma tan precipitada de su encantadora reunión. Confío en que recibiera mi nota al día siguiente.
—Oh, no se preocupe por eso. Soy yo quien lamenta haber invitado a semejante caballero, si es que se le puede llamar así —añadió en tono cómplice, mientras acariciaba la cabecita de su mascota—. Es una pena que tuviera que interrumpir usted su interpretación, hoy día escasean los poetas, al menos en mi círculo de amistades.
John le respondió que era muy amable de su parte calificarlo así y, aunque intentó con todas sus fuerzas seguir el hilo de las reflexiones de la señora sobre su preferencia por la poesía de Shelley sobre la de Keats, inevitablemente sus pensamientos volaron de nuevo hacia Georgiana.
No hacia la niña que recordaba, sino hacia la mujer a la que había llegado a admirar con toda la intensidad de su corazón confundido y miope. La dama que la noche anterior lo había favorecido con tiernas miradas y que, aquella misma mañana, se había mostrado tan poco contrariada por respirar el mismo aire que él. Es decir, antes de que todo se enredara de la manera más inoportuna posible y ella acabase desmayada en sus brazos.
«¿Dónde diantres voy a conseguir una licencia especial?», se preguntaba el joven, que solo conocía aquella fórmula de oídas.
—¿Va a ver a su amigo, el señor Smith? —preguntó la señora Bowen, sacándolo de su ensoñación, ya concluida su improvisada ponencia sobre la lírica inglesa de principios del diecinueve.
John se dio cuenta entonces de que se encontraba en Marylebone, a solo una manzana de Weymouth Street. Naturalmente, la señora Bowen, como cualquier otra persona que hubiera pasado al menos cinco minutos en presencia del abogado, estaba informada de su profesión y de la ubicación de su bufete.
—Sí… —respondió John sin mucho convencimiento—, sí, buena idea. ¡Excelente idea, de hecho! —añadió, ya con cierto entusiasmo, a medida que se daba cuenta de que su amigo Henry, como profesional de las leyes que era, sin duda sabría qué era exactamente una licencia especial de matrimonio y dónde conseguirla—. ¡Que tenga un excelente día!
Unos minutos después, uno de los escribanos de Smith & Smith le abría la puerta del despacho de su amigo y anunciaba su visita antes de desaparecer para seguir copiando textos legales junto a sus compañeros hasta la hora de cierre.
—¡John!, ¡qué alegría verte! —exclamó su amigo, poniéndose en pie para saludarlo—, ¿Ya te has prometido?
—Debes ayudarme, Henry —exclamó John Byron Carrington con aire torturado, dejándose caer sobre una de las cómodas butacas destinadas a los clientes.
A continuación, el joven enamorado expuso el bochornoso desenlace de su entrevista a solas con Georgiana Darcy, y la exhortación del señor Fitzwilliam Darcy cuando lo despidió de allí. Tan pronto como escuchó las palabras «licencia especial», el abogado emitió un silbido de lo más descorazonador.
—¿Tan difíciles son de conseguir?
—Son muy escasas —confirmó el señor Smith—. Una licencia matrimonial de esa clase hay que solicitarla al mismísimo arzobispo de Canterbury. Permite realizar la ceremonia donde los novios gusten, ni siquiera tiene que ser en una iglesia. La única condición es que el enlace se produzca en el plazo de seis meses. Por lo que tengo entendido, solo las concede a la alta nobleza; tienes suerte de que tu padre sea un lord.
—Pero, ¿cómo? —se impacientó John—, ¿cómo se solicitan?
—Has de escribir una carta con alegaciones que justifiquen la necesidad de dicha licencia especial, quiénes son los contrayentes y la edad de los mismos, por si fuera necesaria autorización de los tutores legales. Y, después, quedará en mano de su Ilustrísima concederla o no.
—Su Excelencia —apuntó John, más versado en los tratamientos formales que su amigo.
—Eso —se corrigió el señor Smith, restándole importancia con un encogimiento de hombros.
—¿Nada más?, ¿solo hay que escribir una carta? Creía que me costaría dinero o influencia —respondió John no sin cierta ingenuidad—. ¡Me voy a escribir esas alegaciones!
—John —lo llamó el abogado, cuando su amigo ya se disponía a atravesar el umbral de la puerta de su despacho.
—¿Sí, Henry?
—Más vale que sea lo mejor que escribas en tu vida, amigo mío.
—¡Lo será!, ¡por el honor de mi dama que serán las más bellas y persuasivas alegaciones que jamás se hayan escrito! —dijo John, haciéndose la segunda promesa del día.
Una hora después, John Byron Carrington había almorzado rápidamente y se había encerrado en su habitación en Cavendish Square. Dio instrucciones al servicio de que no lo molestaran bajo ningún concepto y se entregó por completo al hermoso ritual de la pluma, el tintero y el papel que tantas satisfacciones (aunque escasos éxitos) le había dado hasta la fecha.
Bebió té. Paseó nervioso por la habitación. Bebió más té. Paseó aún más nervioso por la habitación.
Y, finalmente, cuando ya tuvo claras algunas sus ideas, se dedicó con pasión a trasladarlas al papel. Se daba perfecta cuenta de que aquellas líneas desempeñarían un papel crucial en el curso de los días venideros. Eran, quizá, lo más importante que llegaría a escribir en toda su vida, pues de ellas dependía su felicidad futura junto a Georgiana.
Aunque tenía el ánimo acalorado, tuvo el buen sentido de, por una vez, dejar a un lado las frases rimbombantes y las expresiones ampulosas que llevaba años cultivando como poeta mediocre. Se acabaron las glosas cursis, las invocaciones al panteón mitológico en pleno y las alusiones facilonas a las cualidades del cabello o los ojos de su amada. Eso formaba parte del antiguo Carrington.
«Excelentísimo y Reverendísimo Señor…», comenzaba la misiva.
Aunque dejó a un lado la exaltación en forma, no la dejó en fondo. Al fin y al cabo, un poeta es un poeta y, aunque desnudados ahora de toda impostación, no pudo evitar verter en la carta todos sus sentimientos.
Escribió, en definitiva, una bella carta de amor… dirigida al arzobispo. Omitió la historia de su flechazo infantil y en cambio se remontó a aquel primer baile en que había visto a Georgiana Darcy, a la auténtica, a cómo la había venerado en la distancia y cómo había renunciado en secreto a su amor, pero no pudo renunciar a su honor. Y todo lo que había venido después a consecuencia de haberlo defendido ante el capitán Tilney.
Es posible que aquella fuera la carta de alegaciones más larga que jamás llegarían a recibir en la oficina del Maestro de Facultades. Con todo, el mensaje tenía los ingredientes para ablandar los corazones más duros. Incluso, el de Lady Catherine de Bourgh. Porque en él resultaba evidente para cualquier lector la sinceridad de las intenciones del señor Carrington y quedaba patente que por sus venas no corría una gota de malicia.
«Demasiado a menudo se exaltan las tonterías que uno hace por amor. Desde ahora y hasta el fin de mis días, mi Excelentísimo y Reverendísimo Señor, me comprometo a hacer solo cosas sensatas, si me concede la merced de casarme con la honorable señorita Darcy», terminaba la misiva, antes de las obligadas cortesías finales.
Tan pronto como rubricó la carta y vertió la arena secante para evitar que la tinta se emborronase al doblarla, se asomó al pasillo y mandó que ensillaran su caballo. Atardecía ya y Canterbury quedaba a sesenta millas, pero John Byron Carrington se prometió a sí mismo que no haría esperar a su amada ni una hora de más, no en el estado de agitación y oprobio en el que sus torpezas la habían dejado. Aquella fue la tercera promesa.
—Cabalgaré toda la noche si es necesario —se dijo, mientras subía a lomos de su corcel—, pero he de conseguir esa licencia especial para mi Georgiana.
Y es que las energías que se apoderaban del espíritu de John cuando se trataba de su dama no eran comparables a nada que hubiera experimentado con anterioridad. Georgiana Darcy era, ahora se daba cuenta, la auténtica musa del amor que él había invocado no tan fallidamente la noche del recital en casa de los Bowen.
Laura Blanco Villalba es community manager y escritora. Ha publicado “Miríadas”, antología de microrrelatos, y “La canción más larga del mundo”, cuento navideño. A finales de este año se publicará su novela “La Sirin”, un homenaje a Jane Austen que se enmarca en la fantasía gótica.