Malentendidos y Aciertos: Tres Amantes y un Funeral (Capítulo V)

Lee los capítulos anteriores aquí: IIIIII y IV.

Georgiana se despertó inquieta a la mañana siguiente. Muchos habían sido los acontecimientos de la noche anterior que la habían dejado conmocionada. Sintió un rayo del cálido sol que entraba por su ventana acariciándole su rostro y sonrió; miró a los lados, como escondiéndose de alguien aunque estaba sola y se escabulló bajo las sábanas para esconder la cara y reírse abiertamente. Fue esa risa vibrante el mayor rasgo de felicidad que probablemente había mostrado durante muchos años. 

No parecería muy adecuado, visto desde el exterior, reír y regodearse en medio de la situación que estaba atravesando, con su honor pendiente de un hilo, con una espada de Damocles sobre su cabeza. Pero si quitaba los clichés sociales, tener a tres hombres a sus pies no parecía un mal punto de partida para nada que se le ocurriese. Al contrario, le parecía que sí era un muy buen punto de partida para dar un paso importante: elegir marido.

Después de haber sufrido por amor en su maltrecha juventud y de haber pasado de puntillas por todo lo que sonase a noviazgo o compromiso en su incipiente madurez, el panorama que ahora se abría frente a sus ojos le parecía francamente atractivo. Fuera cual fuese su decisión, escoger a cualquiera de los tres suponía iniciar una nueva vida junto a un esposo que bebería los vientos por ella.

No se crea el lector que no soy consciente de que les habrá llamado la atención un dato. Efectivamente he hablado de “tres” pretendientes. Porque si para algo resultó útil el accidentado encuentro de la noche anterior y la posterior visita a casa de su hermano, Mr Darcy, fue para que se clarificaran muchos hechos y se despertaran nuevas pasiones, como la del joven abogado Henry Smith, que viéndose a sí mismo como el salvador de una heredera de 10.000 libras anuales pasó la noche en éxtasis pensando que el destino le había abierto las puertas del corazón de la señorita Darcy, de su hermano y detrás todas las cuentas de la familia De Bourgh.

Nada más lejos de la realidad. Georgiana no había sido ajena a la parte romántica de la escena de su rescate de entre los restos del carruaje, digna de cualquier novela romántica, pero su corazón ya se había curado hace tiempo de amores ligeros basados en grandes gestos. Mr Wickham había sido un gran maestro y le había grabado la lección con hielo en el corazón. Tampoco se dejaba engañar ya por una cara bonita, y Mr Henry Smith la tenía. Una cara atractiva y un buen pulso, que había demostrado al cargar con ella sin encorvarle el talle, a pesar de no ser un militar, ni un hombre de campo … sino ¿qué había dicho que era? “abogado en Marylebone”, vamos un pasante de abogado acostumbrado a perderse entre sus libros.

Sin embargo, Georgiana había disfrutado con esa sensación, nueva para ella, de sentir que tenía poder sobre otra persona. Y si esa sensación había sido sutil en su encuentro con Smith, la sensación se había convertido en evidencia notoria al coincidir con quien ella menos esperaba esa noche; «Lord Byron Jr» en persona. Al cual reconoció con alguna dificultad una vez recuperó el sentido tras su repentino desmayo. Ya sabrán mis lectores, que el joven Carrington no había muerto, solo había dejado de respirar en el momento que observó que su amada Georgiana se encontraba allí presente y en brazos de otro hombre, no carente la situación de cierto peligro en mitad de los hierros y maderas de los carruajes y entre los relinchos de los caballos que huían al galope.

Así que ese era el joven que para ella sería «Lord Byron Jr» Carrington. Pensaba ahora que le había visto en alguna ocasión, en algún baile o merienda pero siempre desde la distancia. Nunca habían cruzado una mirada, pero esa noche, cuando el hombre se despertó de su desmayo en casa de Mr Darcy y, tras beber un poco de licor, abrió los ojos y se encontró con su amada Georgiana, ella le reconoció al instante. Le reconoció como su amigo de la infancia, al que había dejado de evocar después de tantos años de ausencia, pero que de repente se mostraba claro frente a ella.

Y a pesar de sus prejuicios hacia el joven, que parecía haberse convertido en el hazmerreír de muchos por lanzarse a arriesgar la vida en un duelo por defender, no ya un nombre, si no una inicial; a pesar de que las personas a su alrededor le trataban como a un hombre torpe y fuera de lugar… A pesar de todo eso, Georgiana se sintió atraída por él.

Fueron dos cosas las que le atrajeron de «Lord Byron Jr» (para ella nunca sería Carrington como tal): primero, la dulzura de sus ojos negros, que inesperadamente la trasladaron a los jardines de Pemberley por donde había corrido de la mano de un niño al que no había vuelto a ver desde su infancia. Lo segundo que le sorprendió fue precisamente su mano, cuando el joven casi tembloroso tocó la suya para inclinarse sobre ella a modo de besamanos. Era la misma mano de ese niño que se la había ofrecido para sortear el terreno abrupto o una rama rota caída de un árbol que les cerrara el paso. Una mano firme y suave que se tendía para ella, Georgiana, y la convertía en una mujer única en el mundo. Una sensación ésta que solo había sentido en otro momento crucial de su vida: cuando su hermano, Mr Darcy, la había rescatado de Mr Wickham.

Esta emoción la mantuvo muy silenciosa y reflexiva entre plato y plato; pues lógicamente Mr Darcy invitó a unos y a otros a cenar y reponer fuerzas tras el accidente. Sentada frente a él a la izquierda, Georgiana miraba de soslayo a su poeta enamorado mientras se perdía en medio de las conversaciones convencionales que los invitados se esforzaron en tener. Y le gustó todo lo que vio.

Pero la noche tenía reservadas más sorpresas. Después de todo, «Lord Byron Jr» era su poeta enamorado, el que había arriesgado su vida por ella y eso no iba a cambiar de un día para otro. «Lord Byron Jr» se comportó como un hombre correcto al aproximarse a su familia y en el momento que le pareció más adecuado pidió a Mr Darcy un encuentro privado esa misma noche en que la providencia había cruzado sus caminos para explicarle todo lo sucedido y expresarle su amor por su hermana. Unos momentos antes, cuando las condiciones le habían permitido un breve momento de soledad con Miss Darcy, junto a la mesa de los licores, el joven ya le había expresado a Georgiana su admiración profunda por ella, su antigua amiga, y le había indicado que, si contaba con su autorización, era su voluntad solicitar su mano a su hermano esa misma noche para evitar cualquier brecha de honor que pudiera producirse. Pretensión, la de ser su esposo, que él entendía superior a lo que él merecía, pero que se haría merecedor de su amor con el paso del tiempo y la ayuda de nuestro Señor.

Georgiana se dio cuenta que tras lo sucedido esa podía ser una solución natural a los problemas si ella le amase. Pero por predecible para otros no fue menos inesperado para Georgiana, que de ninguna manera había previsto vivir esas experiencias esa noche. Al despedirse tras la cena; con sonrisas cordiales y un mundo incierto por delante, todos notaron que el rubor cubría las mejillas de Georgiana, una gran alegría había despertado el brillo de sus ojos, y la sonrisa que se le escapaba de la boca le resaltaba el rojo de sus labios y la frescura de su perfecta sonrisa. El señor y la señora Darcy se cruzaron una mirada cómplice y complacida y dejaron que los acontecimientos siguieran su curso.

Esa noche antes de acostarse, Mr Darcy le contó a Lizzy que el joven Carrington le había informado de sus intenciones de pedirle la mano de Georgiana, tan pronto ella mostrara voluntad de contraer matrimonio con él y que le rogaba le diera su beneplácito o le informara de los pasos que debía dar para ofrecer la mejor imagen de sí mismo y hacerse valedor del amor de su hermana. 

El señor y la señora Darcy no salían de su asombro si bien, al menos Lizzy, habían logrado obtener toda la información que perseguían, y más. Entre otras cosas habían comprobado in situ la calidad poética del muchacho.

– Que sea un mal poeta puede ser algo bueno si resulta que tenemos ante nosotros a un hombre de acción – dijo Lizzy, mientras terminaba de peinarse el cabello. Mr Darcy casi se atraganta con el comentario, pero dejó sobre la mesilla de noche su vaso de jerez, el que se tomaba justo antes de acostarse para llamar al sueño, y se repuso rápidamente. No era hombre de mostrar emociones inadecuadas.

– ¿Y eso cómo lo concluimos? – preguntó entonces – ¿Cómo concluimos que estamos ante un hombre de acción?, quiero decir.

– Bueno – dijo Lizzy, encantada de que la chispa del debate se hubiera encendido – Se ha batido en duelo contra el capitán Tilney y sigue vivo, ¿no?.

Mr Darcy sonrió ligeramente. Le gustaba el rumbo que tomaba la reflexión de su esposa.

– Para ser justos, siguen vivos los dos – añadió.

– Cierto – continuó Lizzy, como quien sabe que en una partida de ajedrez ahora le toca mover pieza – Pero uno es un capitán del ejército, curtido en muchas batallas y horas de guerra, y el otro es un poeta inseguro, un mal poeta inseguro, que toca un arma por primera vez”

– Ya sabrás que el capitán Tilney estaba borracho — observó Mr Darcy.

– No más que un día cualquiera; no más que cuando se encuentre en el campo de batalla pensando que le queda una única bala y tiene que seguir adelante. Si no está borracho de alcohol, lo estará de miedo… Le pudo haber matado igualmente, y no lo hizo.

Mr Darcy se había incorporado y rodeaba ya a Lizzy por la cintura amorosamente.

– Ay, mi mujercita. ¡Quién se atreve nunca a discutirle nada!”

Y envueltos en un tierno beso, resolvieron otros asuntos pendientes y se olvidaron del poeta. Bueno, no del todo. Quizás el poeta no fuera tan malo, después de todo, puesto que en algún momento de la noche, Lizzy oyó cómo el señor Darcy le susurraba al oído: “¡Oh, musa divina del amor¡”

Georgiana efectivamente no le había dado una respuesta a la petición de matrimonio de su pretendiente. Una decisión como su compromiso de matrimonio no se podía adoptar sin la correcta reflexión. Su honra no estaba tan en juego como la sociedad juzgaba, si en el horizonte había una oferta sólida de matrimonio y la perspectiva de una boda cercana. Así que dejó esperando inquieto por su respuesta al pobre «Lord Byron Jr», sin saber que con ello reforzaba todas sus debilidades y le quitaba aquello que le daba equilibrio y razón a su vida: dedicarse por entero a Georgiana.

Tuvo también nuestra heroína una nueva y mucho más inesperada declaración de amor durante la cena en casa de Mr Darcy. Ésta vino en forma de una pequeña nota manuscrita que el abogado Henry Smith dejó en su mano discretamente en el momento de la despedida. Georgiana no la abrió hasta llegar a su propia casa; sentada frente a su tocador, con su larga melena ya peinada por su doncella, con su hermoso camisón y su deshabillé y la cabeza flotando en una nube con las emociones de la noche. 

La nota era breve, un tanto formal y escrita en muy buen papel, todo en orden como cabría esperar de un abogado. Y aun así tenía un punto de escandalosa, por la enorme diferencia social entre ambas partes, porque se acababan de conocer esa noche y porque, aunque se mencionaba la intención de solicitar su mano a Mr Darcy, Mr Smith realmente basaba su oferta de matrimonio en una especie de acuerdo para limpiar la imagen de Georgiana ante la sociedad. O el joven era un ingenuo enamorado o era una cazarrecompensas, pensó Georgiana y le vino a su mente una frase maledicente que escuchó una vez en mitad de un baile, cuando alguien pensaba que ella no escuchaba: “Georgiana Darcy no es bella. Pero los hombres no suelen darse cuenta de ello antes de verse atrapados en la ensoñación de sus 10.000 libras anuales”. Tendría, pues, que descubrir si era su honor, su dinero o una ligera atracción lo que motivaba la imprevista reacción del joven abogado. Sin quererlo se rió pensando que también Mr Smith había arriesgado su vida por ella: era el padrino de Carrington durante el duelo y cualquier bala de los dos contrincantes podría haber acabado fácilmente en la cabeza de Mr Smith. Je, je.

Su mente se recreó por un momento en el duelo. Un duelo por una inicial…. Un duelo por un nombre que no sabían si era el suyo… Y pensando en nombres, Georgiana de repente recordó sus sueños apasionados de juventud, en los que leyendo la obra del verdadero Lord Byron se sentía transportar a un mundo exótico de pasiones prohibidas. Quizás fue esta mezcla de sensaciones lo que había producido en ella un sentimiento extraño ante la presencia de su «Lord Byron Jr», ¿era deseo lo que la había hecho acercarse hacia su auto proclamado protector? ¿Era deseo lo que sentía incluso ahora mismo mientras se metía entre las sábanas blancas, retirando la carta de Mr Smith que de repente la molestó pues quería centrarse en analizar cuáles eran sus sentimientos hacia «Lord Byron Jr»?

No es ahora momento de pararnos a analizar cómo llegaron los dos pretendientes esa noche a sus casas. Pero era obvio que para el público más observador, como los Darcy, no había pasado desapercibido que el joven poeta se crecía ante la presencia de su amada, mostrando una fortaleza de carácter inesperada siempre que se le dejase hacer lo que parecía su misión en la vida: dedicar su atención y su energía a cuidar a la señorita Miss Darcy. Como resultado, la cena había pasado de una forma correcta y adecuada, con dos varones rivalizando en atenciones hacia miss Georgiana, aunque ella solo tuvo ojos para uno. 

El descubrir que añadido al Capitán Tilney, Carringont tenía ahora un nuevo rival podría haber sido una mala noticia para él, pero comprendiendo que la mujer de sus sueños sería siempre capaz de levantar pasiones en otros hombres y no solo en él, aceptó la competencia con caballerosidad, pero sin ceder un milímetro de territorio. A fin de cuentas, ¿qué hacía su amigo Henry queriendo sumar méritos ante Georgiana o su familia?  Seamos sinceros, si somos capaces de dejar a un lado nuestros prejuicios, como nos enseñara Jane Austen, en su conjunto, el papel de guardián de la torre y paladín del honor de su amada le sentaba a «Lord Byron Jr» como un guante. 

Esto pensaba también Georgiana mientras se movía inquieta en su cama. Tenía cierta sensación de vértigo. Tantas emociones inesperadas surgidas de una extraña situación en la que el Capitán Tilney había destacado una inicial en medio de una conversación ambigua…. A pesar de las habladurías, el público más sensato de Londres, incluidos el señor y la señora Darcy, habían concluido ya que la G de esa conversación podría ser cualquiera, como Giulietta, esa actriz italiana que rompía récords de entrada y de enamorados en Covent Garden. Se empezaba ya a rumorear que el pobre y torpe Carrington se había lanzado en un duelo absurdo por la honra de la mujer equivocada. Sin embargo, había dos personas que sabían que Carringont no se había equivocado. Y esas dos personas eran Georgiana y el propio Capitán Tilney.

Sí, porque ya habían pasado algunos meses desde que el Capitán Tilney había tratado de frecuentar, sin éxito, la compañía de Georgiana, visitándola en casa cuando sabía que la acompañaban personas distintas y de baja influencia en la vida de ella. Solo las empleadas de la casa eran conscientes de que el número de visitas quizás excedía el adecuado para un militar que no era un pretendiente oficial, de ahí que fueran las primeras en dar pábulo al rumor tan pronto comenzó a circular.

Qué poco conocían a su señorita. Georgiana, que solo ver un uniforme como el de Wickham la hacía temblar y querer huir hacia otro lado. Y no porque no le gustase el uniforme de militar; muy al contrario, la enorme atracción que sentía por las casacas rojas era solo equiparable a la de otras hermanas Bennet de cuyo nombre no quería acordarse. A pesar de ello, Georgiana no tenía la menor intención de dejarse conquistar nuevamente por un soldado frívolo y libertino. Siempre pensó que el sentirse cerca de la muerte en el ejercicio de su profesión convertiría a los militares en hombres serios y profundos. Pero lo que había descubierto es que les hacía egoístas; la brevedad de la vida les echaba en manos de cualquier mujer para la satisfacción del cuerpo y a las manos de ricas terratenientes como ella para la satisfacción del bolsillo.

El Capitán Tilney, no obstante, le había mostrado bastante correctamente su pasión por ella y su deseo de conseguir su mano. Probablemente el famoso episodio de la G solo había supuesto un aviso de que si Georgiana le pagaba sus atenciones con el desprecio, él podría hacer algo terrible que forzara el matrimonio entre ambos. Y así había comenzado esa farsa de la inicial, en la que el capitán no tenía intención de que nadie le retara a un duelo, tampoco de haber nombrado en ningún momento el nombre de Georgiana, sino sólo de que ella supiera que podría llegar a hacerlo. Y Georgiana se había enterado, y todo Londres con ella, por la intervención del bueno de «Lord Byron Jr». Así de frágil era la reputación de una mujer soltera y así de frágil la moral del capitán. Había llegado sin duda el momento de cortar cualquier tipo de relación con él.

Se cubrió el rostro hasta las orejas con las sábanas, dispuesta a concentrarse y dormir, pero sus pensamientos volvieron a su «Lord Byron Jr» niño y al adulto en el que se había convertido. Al adulto, porque sin querer, se encontró pesando en cuál habría sido el motor o el resorte del destino que hubiese motivado que ante el sonido de una G en una inadecuada chanza masculina, el poeta hubiese pensado en ella, y hubiese acertado. Y volvió al «Lord Byron Jr» niño, el que en una ocasión en que les pilló la lluvia en mitad de los jardines de Pemberley se había quitado su chaqueta de pequeño caballero de 8 años y le había cubierto a ella la cabeza para proteger su pelo dorado. Y ella le había invitado a esconderse también bajo esa protección y cuando estaban así juntos, los dos bajo una pequeña americana gris de mañana, sintiendo el calor de su aliento, el olor a tierra mojada, y las gotas de lluvia sobre sus cabezas, ella, no sabía por qué, le había besado la mejilla y él la había mirado con sus enormes y dulces ojos negros y le había dicho: “te querré toda mi vida”.

Y sin embargo la vida les había separado y ella, con el paso de los años y la ausencia de su madre, única que podría haberle recordado sus tiempos de niña, se había olvidado de él y no había sabido nunca quién era ese niño que se fue borrando de sus recuerdos. Ahora que le había reconocido, recordaba de repente que se llamaba John. Y reconoció que John, de momento, sí estaba cumpliendo su promesa de que la iba a querer toda la vida.

Georgiana miró el resplandor de la luna por su ventana antes de quedarse dormida. Esa noche volvió a soñar con Lord Byron, pero esta vez no se trataba del poeta vividor con su turbante y sus ambientes exóticos, sino de un joven «Lord Byron Jr» con su elegante esmoquin, su camisa blanca de cuello duro, su corbata de lazo y una pistola humeante en la mano que se acercaba a ella tras vencer en duelo y le rozaba con dulzura los labios como si fueran de papel. Y Georgiana, una vez más, notó esa sensación de urgencia que había sentido de niña bajo una pequeña americana y le correspondió con un beso apasionado. El abrazo urgente, la pasión que vivió esa noche, entregada oníricamente a «Lord Byron Jr», desconocemos si tendrían o tendrán parangón en la vida real. Pero sin duda aportó a Georgiana una de las noches más dulces de su vida hasta esa fecha.

Esa grata sensación justificaba extensamente la enorme felicidad y la risa optimista con que Georgiana se despertó esa mañana, ruborizada, escondiéndose bajo las sábanas al recordar su pasión nocturna por un «Lord Byron Jr» que quizás solo vivía en su imaginación. No sabía aún, que el día le traería tantas sorpresas y alegrías como su etérea noche.

En ese momento, en el piso de abajo, su mayordomo colocaba en una bandeja de plata tres tarjetas de visita. Sus tres pretendientes habían elegido esa misma mañana para visitar a su amada.


Esther del Brío es catedrática de economía financiera en la Universidad de Salamanca; ha escrito varios libros: “Un beso en la frente”, relato gráfico contra la violencia de género, o “El bosque de la economía”, cuentos de educación financiera y proyecto de lecto-escritura para niños. Es una gran lectora y amante de la cultura británica. Jane Austen la ha acompañado toda la vida y por ello se ha acercado al Salón de Jane Austen a buscar amigas lectoras con las que compartir lecturas y ahora también esta obra colectiva.

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