Malentendidos y Aciertos (IV): Té y trifulca

Lee los capítulos anteriores aquí: I, II y III.

Del señor Smith Jr. al señor Carrington Jr.

24 Weymouth St., Marylebone

Querido John:

Espero que tengas a mano el esmoquin porque esta noche me acompañas a cenar en casa de los Darcy.

Henry

Del señor Carrington Jr. al señor Smith Jr.

Cavendish Square

Henry:

No estoy para bromas, me duele terriblemente la herida del Despreciable Tilney y mi padre acaba de llamarme a su despacho.

John

Del señor Smith Jr. al señor Carrington Jr.

24 Weymouth St., Marylebone

John:

He sido invitado a cenar por Fitzwilliam Darcy, mi contrincante en las clases de esgrima, una oportunidad única para convencerlo de que deje a sus abogados actuales y abra cuenta en el bufete de mi familia. Es una cuenta colosal y me ganaría la eterna admiración de mis padres y hermanos si la consiguiera. Como abogado de tu familia, padrino de tu asuntillo con el Despreciable Tilney y tu amigo más querido, estaré encantado de que me acompañes como referente de cliente satisfecho, muy satisfecho. Escribe una oda (corta, por favor) sobre las bondades de mi bufete, puedes leerla con el postre. Ya he avisado que asistiría con acompañante. Esa es la excusa, la realidad es que me deberás un favor y ya sabes lo que dicen sobre no pagar las deudas contraídas con un abogado.

P.D.: Esta será mi última nota porque Will James, mi chico de los recados, solo tiene diez años y, por muchos peniques que le ofrezca, su resistencia corriendo de Cavendish Square a mi despacho en Weymouth tiene un límite.

Henry

Del señor Adams, mayordomo de los Carrington, al señor Smith Jr.

Cavendish Square

Estimado Sr. Smith:

Mi joven señor se halla indispuesto, por lo que me ha pedido que le haga llegar estas líneas para aceptar su invitación. Le esperará a usted en la entrada principal de Cavendish Square a las cinco en punto.

Con los respetos del Sr. Carrington Jr.

De la señorita Georgiana Darcy a la señorita Belinda Beckinshale

Belgravia, Londres

Noviembre no ha traído más que lluvias y noticias alarmantes sobre dos chalados que parecen haberse batido en duelo por mí. No conozco a ninguno de los dos, así que supongo que todo se reduce a un espantoso malentendido. Tampoco los juzgo; estoy tan aburrida, aquí encerrada en casa sin poder montar a Bryce por Hyde Park o pasear por los jardines de Kensington con mi bonete nuevo, que yo misma desafiaría en duelo a cualquier desconocido con tal de procurarme algo de emoción. Darcy odia la temporada, sé que sueña con unas Navidades en Pemberley, pero sus negocios y mis posibilidades matrimoniales lo arrastran cada año hasta aquí. A Lizzy le gusta ir al teatro y a conciertos con los Bingley —ahora mismo anda de compras con su hermana preferida, pero me ha pedido que te envíe recuerdos cuando le he dicho que iba a escribirte—, aunque sospecho que también echa de menos pasear por nuestra añorada campiña en Derbyshire. Por suerte, esta tarde, la prima Anne y su marido me llevan a tomar el té a Twinings, en Westminster, y por la noche tenemos invitados a cenar en casa que, por cierto, están relacionados con el asunto de los duelistas misteriosos. No sé qué…


—Señorita Georgiana, el coronel Fitzwilliam y su esposa la esperan en la salita verde.

—¿Ya es tan tarde? —se alarmó—. Bajo en seguida, Annie, gracias. ¿Puedes decirle a mi doncella que la necesito en mi vestidor?

Dejó la pluma y la carta a medio escribir sobre el secreter, sin importarle la privacidad de la misiva para su amiga Belinda, y voló escaleras arriba. Veinte minutos después, el rubio cabello recogido con el esmero de su doncella francesa, adornada con unos sencillos pendientes de diminutas esmeraldas, un bonete a juego con su abrigo Spencer de color burdeos y sus manguitos oscuros, entró en la salita verde y saludó a sus primos con una graciosa reverencia. El coronel Fitzwilliam, que se había quedado dormido en una de las butacas, con un vasito de jerez apoyado sobre su incipiente barriga, se despertó en cuanto la suave voz de su esposa lo llamó para decirle que si no salían de inmediato anochecería antes de llegar a Westminster. Anne de Bourgh, que había mejorado su salud y su aspecto desde que se había casado con el coronel y había huido del poderoso influjo de su madre, besó a su prima con genuino cariño y se apresuró hacia el carruaje cubierto que los esperaba a la puerta principal. Dos lacayos con enormes paraguas negros los escoltaron hasta el vehículo bajo la persistente lluvia otoñal.

Relativamente secos y a salvo dentro del coche, pusieron rumbo a Westminster, al número 216 de la calle Strand, donde un comerciante de la Compañía de las Indias Orientales, Thomas Twining, había convertido la Tom’s Cofee House en la más fabulosa tienda de tés y cafés del imperio en 1706. Con el tiempo, el negocio se había ampliado, convirtiéndose también en un fastuoso salón de té regentado por los hijos y los nietos de Mr. Twining.

—Confío en que me contarás por qué no has querido que fuésemos a Almack’s a tomar el té —dijo Anne cuando el traqueteo del carruaje dejó de nuevo fuera de combate a su apacible marido.

—Allí siempre me siento observada y no tengo ganas de enfrentarme al cotilleo de las amigas de la tía Catherine.

—Vas a encontrarte con ella antes de lo que crees. Llegó a Londres en septiembre y sus achaques no la van a mantener en cama mucho más tiempo. ¿Por qué te molestan tanto los cotilleos de esas arpías?

—Porque temo que sean sobre mí. No me mires así, no es por nada que haya hecho, te lo prometo. Parece que un poeta pusilánime y un capitán borracho se batieron en duelo por mi nombre.

—¿Qué tiene de malo tu nombre?

—A saber —suspiró Georgiana—. Sabremos más esta noche. Darcy ha invitado al abogado que le sirve de alfiletero en sus clases de esgrima.

—¿Para demandar a las cotillas?

—Concéntrate, Anne —la riñó su prima—, para saber qué tiene de malo mi nombre. El alfiletero, que también es abogado cuando no anda por ahí en garde, fue padrino del duelo misterioso.

—Conociendo a tu hermano, debe estar de lo más entusiasmado con todo este asunto.

En Twinings, que besaban el suelo que pisaba la madre de Anne por ser proveedores oficiales de Rosings, la residencia de la condesa viuda, se deshicieron en reverencias a la puerta del establecimiento en cuanto vislumbraron el escudo de la familia en el lateral del carruaje y vieron aparecer a las señoras y al coronel en el estrecho vestíbulo de altos techos y paredes forradas de sólidas estanterías de caoba repletas de variedades de té y café.

—Oh, señora de Bug, es un honor tenerla en nuestro salón —los recibió uno de los descendientes de Thomas Twining.

—De Bourgh —corrigió el coronel Fitzwilliam atragantado de la risa y más o menos despierto.

—Por supuesto, señor de Burg, pasen por aquí.

—Es de Bourgh —insistió el coronel—. Y yo no soy…

—Claro. Aquí tiene la carta, señora de Bough.

—De Bourgh.

—Como usted desee. A su servicio, madame de Bought.

Afortunadamente, el servicio de té y pastas del establecimiento superaba con creces los problemas ortográficos de su dueño, por lo que los tres primos pasaron una agradable tarde entre teteras de un aromático Darjeeling, mini sándwiches de pepino, bollitos de crema inglesa y galletitas de mantequilla y frambuesas. Georgiana puso al día al coronel sobre los misteriosos duelistas y Anne elaboró algunas teorías bastante imaginativas sobre lo ocurrido.

—Quizás fuese una apuesta de ese infame club para caballeros, el Brook. Se apostaron que no comerían bistec en dos semanas e hicieron trampa. O ni siquiera fue un duelo, sino un accidente de caza que acabó mal por un malentendido con los cuernos del ciervo. Aunque lo más probable es que fuese el guardabosques quien disparase a los dos por entrar borrachos en su jardín a regar las flores, ya sabéis.

El coronel Fitzwilliam, que adoraba a su esposa cuando esta daba rienda suelta a su imaginación, cogió la mano de Anne entre las suyas y se las besó, agradecido.

—No sé cómo nuestra Georgiana encaja en alguna de tus suposiciones, querida mía, pero doy gracias al cielo por haberme concedido el privilegio de convertirme en tu esposo. De todas formas —El coronel se puso serio—, me preocupa el asunto. Conozco la mala fama del capitán Tilney, es un fanfarrón sin escrúpulos al que le trae sin cuidado la reputación de las damas sobre las que miente.

—Pero no hemos sido presentados, primo Fitzwilliam —intervino Georgiana— y no recuerdo haber coincidido con él en ninguna ocasión. Además, tampoco está claro que los duelistas pronunciasen mi nombre. Por lo que Lizzy pudo sacar en claro de lo que se rumoreaba entre la servidumbre, lo único seguro es que la inicial que desató el conflicto fue la G.

—G de Grace, Greta, Gala, Gertrude, Georgia, Gina, Gigi, Giliberta, Grunilda… —apuntó Anne soñadora con su humeante taza de té entre las manos.

—¿Grunilda? Bonito nombre para nuestra primogénita —se rio el coronel—. Con el permiso de la encantadora señora de la casa, que suplicaré en cuando volvamos, has conseguido que nos invitemos a cenar esta noche, querida prima; ayudaré a Darcy a llegar al fondo de este asunto.

La tormenta arreció durante el camino de vuelta, que se hizo lento y pesado por la oscuridad, la lluvia y el barro de las calles. Dejaban atrás Grosvernor Square y la suntuosa mansión de los Claridge, cuando el cochero, quizás animado por la promesa de una buena sopa caliente y una cerveza junto al fuego de la cocina, azuzó a los caballos y aumentó el ritmo pese a la reducida visibilidad. Enfilaban Brook Street a toda velocidad, en dirección a Hyde Park, cruzando el suntuoso barrio de Mayfair, cuando otro vehículo, surgido de una de las calles laterales que daba a la amplia avenida del parque, los embistió por la izquierda. El carruaje volcó con el tiro roto, una de las ruedas desencajadas y una escandalosa abolladura en la portezuela del lateral del choque. En cuanto se sintieron libres de su sujeción, los caballos salieron huyendo, espantados por la tormenta, la noche y el impacto, antes de que al cochero y al lacayo que lo acompañaba tuviesen tiempo de acordarse de la familia del otro conductor.

El pequeño cupé que los había embestido salió mejor parado por su ligereza y por la pericia de su guía, que le permitió maniobrar con rapidez para recuperar el control de los caballos y frenarlos a los pocos metros del accidente. Dos jóvenes y su cochero salieron corriendo bajo la lluvia en dirección al carruaje volcado.

—¡Oh, por el rey Jorge! —exclamó uno de ellos en cuanto llegó hasta el vehículo siniestrado. La portezuela que quedaba accesible había quedado hundida por el impacto y no podía abrirse—. ¿Están bien? —gritó a los aturdidos pasajeros atrapados en el interior—. Apártense de la ventana, voy a romperla y les ayudaré a salir.

—Ayude a salir a las damas —le pidió el coronel Fitzwilliam con la voz firme del hombre de acción que sabe manejarse en momentos de crisis repentina, aunque un minuto antes del accidente hubiese estado soñando con un encantador rebaño de ovejas pastando en las apacibles praderas de Derbyshire—, le echaré una mano desde aquí. No se preocupe, estamos bien, ¿verdad, querida? No ha sido más que un susto —el coronel siguió hablando para tranquilizar a las señoras—. Georgiana, sal tú primero, deja que el caballero te sostenga, así.

El joven tiró con cuidado las manos de la señorita hasta que pudo alzarla lo suficiente como para sostenerla entre sus brazos. A esas alturas del rescate, los dos conductores y el lacayo se habían enzarzado en una intensa competición por ver quién de los tres era capaz de intercalar más insultos entre maldición y maldición, mientras el caballero que acompañaba al héroe rescatador permanecía muy pálido, pendiente de las maniobras de su amigo, y el coronel Fitzwilliam salía por la ventana rota para poder ayudar a su esposa. Cuando el héroe, con su bella carga en brazos, quedó iluminado por un súbito relámpago, su amigo pálido empalideció todavía más, desencajó la mandíbula y cayó fulminado en el barrizal en el que se había convertido Brook Street.

—Creo que su amigo ha muerto —dijo Georgiana Darcy entre los brazos de su aguerrido rescatador.

—Le suele ocurrir.

—Caballero, sígame hasta el porche de ese palacete —los interrumpió el coronel Fitzwilliam, que sujetaba a su esposa contra el costado mientras cruzaba la calle en busca de refugio—. No estamos lejos de la mansión del señor Darcy, podemos llegar a pie, si las damas se sienten con ánimo.

El joven dejó a Georgiana junto a sus primos y se llevó la mano a la chistera para saludar como era debido hasta que recordó haberla perdido en algún momento del accidente.

—Henry Smith, para servirles —se presentó—. Abogado en Marylebone —añadió, quizás temeroso de que entre tanta lluvia y oscuridad lo confundiesen con alguno de los picapleitos zarrapastrosos de Old Bailey—. Mi amigo, ahí tirado, estaría encantado de presentarse como John Byron Carrington. Si me disculpan un instante, debo ir a rescatar a mi indómito cochero —dijo señalando con la cabeza el batiburrillo de puñetazos y patadas que alguna vez fueron dos respetados conductores y un formal lacayo—. Estaré con ustedes enseguida.

—Oh, Anne —susurró Georgiana con las mejillas arreboladas y los ojos brillantes fijos en su valiente caballero. Lo vio pasar por encima de su amigo muerto y separar a los camorristas con los fuertes brazos que la habían sostenido un momento antes—. Creo que es el alfiletero.

—Querida, ¿te has dado un golpe demasiado fuerte en la cabeza? —se preocupó el coronel Fitzwilliam.


Sobre la autora: Mónica Gutiérrez es escritora, periodista e historiadora de Barcelona. Gestiona un blog personal en el que reseña lecturas y organiza actividades culturales. En lo literario Gutiérrez Artero ha publicado varias novelas tipo feelgood. De entre ellas destacan títulos como La librería del señor Livingstone (publicada en diversos países y que adoramos en el Club de Lectura del Salón de Té), y recientemente Sueño de una Noche de Teatro.

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