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Mr. John Carrington se encontraba de pie frente al ventanal de su despacho admirándose, una vez más, de la afortunada coincidencia que suponía que dicha habitación fuera la que disfrutaba de mejores vistas de toda la casa, ya que, mirar por la ventana, era a lo que dedicaba más tiempo cuando se encontraba ahí.
En ese instante escuchó unos golpes en la puerta, precaución meramente formal por parte de Roberts – su administrador – pues ya había sido anunciado por el mayordomo y su visita había sido solicitada por el propio Mr. Carrington padre con carácter de urgencia.
Mr. Carrington contestó con un par de carraspeos, lo que en su lenguaje y dadas las circunstancias, su visitante interpretó como un “adelante”.
Roberts ocupaba el cargo de administrador de la casa desde tiempo inmemorial, mismo plazo en el que venía luciendo la misma levita negra y casi tan extenso como el tiempo en el que dicha levita había dejado de estar de moda.
Tan pronto como entró, saludó con una exagerada reverencia, a pesar de que su patrón afirmaba disfrutar de un trato sencillo e insistía en ser poco amigo de halagos vanos.
Quizá a Mr. Carrington no le gustaran las alabanzas ni muestras de pleitesía pero, en lo que sí parecía encontrar placer, era en repetirlo a todos aquellos que le servían, con gesto de magnanimidad.
Por su parte, Roberts tenía demasiada experiencia en el difícil mundo del que trata a diario con personas de las que depende su sustento, como para caer en una trampa tan obvia y conocía a la perfección su oficio, en el que sabía que una parte (y no la menos importante) consistía en proporcionar una considerable cuota de adulación a su señor, siempre que fuera posible.
Volvamos pues a dicho despacho y escuchemos qué ocurre entre sus paredes y tan hermoso ventanal.
– En fin, Roberts, no puedo mentirle, seguro que un hombre tan bien informado como usted conoce las últimas novedades de … del enojoso asunto … que … – afirmó Mr. Carrington y a continuación carraspeó un par de veces.
En el lenguaje del cabeza de familia de los Carrington un ligero carraspeo podía adquirir los más variados significados, y éstos podían ser deducidos – con un estrechísimo margen de error – por los más cercanos a él; mientras constituían un motivo de preocupación por el estado de sus bronquios, para todos los demás.
En este caso, lo que mostraban bien a las claras para su mano derecha, era que quería saber qué se comentaba más allá los muros de la casa de Cavendish Square sobre el “enojoso asunto”.
Y es que a Mr. Carrington nunca dejaba de sorprenderle hasta qué punto Roberts podía estar enterado de todo lo que acontecía en un círculo social que distaba de ser el suyo, y a Roberts nunca dejaba de asombrarle que Mr. Carrington se creyera cualquier cosa que le contara.
Aunque no se equivocaba al confiar en él para este tipo de asuntos, ya que su administrador disfrutaba de numerosos contactos en las altas esferas. En concreto en las estrechas buhardillas y áticos donde solía vivir la servidumbre.
Grupo este sumamente bien informado sobre lo que ocurre en la alta sociedad gracias a la, fuertemente arraigada creencia de sus señores, de que sus criados sufren de una endémica sordera, salvo cuando les imparten alguna orden, momento en el que confían en que dicha sordera se cure súbitamente.
– De verás ¿No es sorprendente el empeño que pone ese cabeza de chorlito que tengo por hijo en avergonzarnos en público?
Continuó el padre del ilustre poeta, acompañando estos términos con uno de sus carraspeos más condenatorios.
Aunque en su interior, lucía la débil llama de algo que – si bien no se puede calificar de orgullo – sí era una sorpresa bastante grata hacia las capacidades de su hijo al que consideraba, hasta entonces, prácticamente incapaz de mantener una confrontación violenta con cualquier otro ser humano y, aún menos, de vencer (o por lo menos, sobrevivir) a ésta.
A menos de que se tratase de vencer en un duelo literario, caso que descartaba por completo.
El administrador se tomó unos segundos para responder, ya que pronunciarse sobre un asunto en el que se calificaba de “cabeza de chorlito” al hijo de la familia a la que le debía pleitesía, era un asunto peliagudo.
Más aún tratándose, como se trataba, de un hombre al que agradaba la sinceridad, sí; pero también comer caliente y dormir bajo techado.
Afortunadamente, con los años había ido perfeccionando la fórmula de conjugar ambos extremos y poseía, en el punto en el que se desarrolla nuestro relato, una envidiable gama de recursos para salir airoso de cualquier pregunta de su patrón.
Así que contestó:
– ¡Qué puede sorprender a Su Señoría!
Las primeras veces que Mr.Carrington había escuchado el tratamiento de “Señoría”, que era muy dudoso que se le pudiera aplicar, había opuesto una ligera, ligerísima oposición a que le siguiera llamando así.
Pero lo aceptó con la misma rapidez y alegría con que aceptaba que una señorita sugiriera dejar de tocar el piano en una reunión social.
Y es que el padre del ínclito John Byron daba por finalizada cualquier intervención musical, en cuanto la ejecutante musitaba algún “no quiero aburrirles más” o cualquier otra frase con la que la ingenua buscara aliento para seguir deleitando a la audiencia.
Por su parte, Roberts jamás consideró pertinente aclararle a Mr. Carrington a quién se refería cuando mencionaba a aquel misterioso “Su Señoría”; y si su superior quería creer que se refería a sí mismo, quién era él – un simple empleado – para sacarle de su error.
Fuera como fuese, su patrón pareció satisfecho con que nada sorprendiera a “Su Señoría” y, como señal de aprobación, carraspeó dos veces con su mejor aire de hombre de mundo.
– En fin, Roberts, creo que este es un tema que se debe hablar de hombre a hombre. No sé si me entiende – contestó el terrateniente, mientras se dirigía a la mesita en la que una botella de sherry y unas copas esperaban pacientes hasta que llegara el momento.
Estas conversaciones “de hombre a hombre” eran las que más satisfacían al administrador, no tanto porque rechazara hablar con mujeres o niños, sino porque confiaba ciegamente en la intervención conciliadora del excelente jerez de los Carrington.
Después de un par de sorbos se encontraba mucho más dispuesto a mantener charla tan viril y comenzó a hablar más libremente:
– Verá Mr. Carrington, es cierto que se está comentando en varios círculos sociales el asunto en el que su hijo se ha visto envuelto.
El caballero apoyó esta frase con un adecuado carraspeo afirmativo.
– Su Señoría indudablemente sabe que la gente encuentra un placer morboso en tratar los asuntos ajenos, sobre todo si esos asuntos aluden a una persona que ocupa una posición tan preeminente como la suya.
– Sin duda, sin duda.
Contestó su señor, como si a diario se hablara de su familia en bailes, salones y gacetas de todo el país.
– Pero dígame, Roberts ¿Qué sabemos de la (tosecilla, tosecilla) joven implicada?
Consideró, juiciosamente, Mr. Carrington que esta crucial pregunta se debía formular tras rellenar un poco las copas, algo que su empleado le agradeció con un cumplido informe.
– La identidad de la muchacha no se conoce con toda seguridad pero, sin duda, Su Señoría no ignora que el nombre que más se menciona es el de Georgiana Darcy.
Su señoría, fuera quién fuese, quizá no lo ignoraba, pero el padre del excelso poeta ni conocía dicho nombre, ni era capaz de deshacer la madeja de tanta doble negación.
– No hace falta que lo diga – sentenció sin embargo, y continuó – Es lamentable que una jovencita que debería ser intachable, se exponga a que su nombre vaya de boca en boca. Es, sin duda, algo (carraspeo dubitativo) algo indigno de su posición… y por cierto ¿qué sabe de su posición?
En realidad Roberts sabía tanto de su posición como hubiera sabido Mr. Carrington si hubiera escuchado alguna vez a su esposa cuando ella le hablaba de sus amistades, o si la hubiera acompañado a bailes, reuniones de caridad o veladas musicales.
Esto, por una parte, le hubiera evitado tener que formular dicha pregunta pero, por otra parte – a juicio de tan digno caballero – hubiera acortado sensiblemente su esperanza de vida.
– Miss Darcy pertenece a una familia muy bien situada, su posición económica es magnífica e incluso tengo entendido que es prima carnal, o quizá sobrina, de un miembro importante de la nobleza.
– ¿De verás? – exclamó Mr. Carrington emitiendo a continuación un largo carraspeo, tras el cual añadió – ¡Es lamentable que una jovencita, sin duda intachable, se vea expuesta y vea su nombre ir de boca en boca, de personas maledicentes e indignas!
– Incluso se habla de que, una vez casada, pudiera disfrutar de unas diez mil libras anuales. Ella y su esposo, claro.
El padre de la gloria de las letras británicas se quedó tan impactado por esta cifra y por la mención del futuro marido, que se olvidó hasta de toser y al fin, tras otro sorbo a su copa, preguntó:
– ¿Y qué sabemos del tal teniente…? – carraspeo dubitativo.
– ¿Capitán Tilney? Pues, conozco el nombre de la familia, por supuesto, pero creo que no son de aquí.
En ese momento, se escuchó un taconeo acercándose, sonido inconfundible para los habitantes de la casa y a continuación, un breve golpeteo en la puerta.
Mrs Carrington llamó a la puerta de forma meramente protocolaria ya que consideraba que, como dueña de la casa, podía entrar en el despacho de su marido sin pedir permiso; aunque solía hacerlo con cierto brío porque, en alguna ocasión, había interrumpido un breve receso somnoliento en la incesante labor de mirar por la ventana del cabeza de familia.
Entró sin esperar respuesta, al tiempo que comenzaba a decir:
– No le interrumpo ¿Verdad Mr. Carrington?
La dama fue recibida en el despacho con una breve y respetuosa reverencia por parte de Roberts, y el mejor carraspeo de bienvenida por parte de su marido.
– Mrs Carrington, qué grata sorpresa, el tema que estábamos tratando es digamos, doméstico y también la incumbe. – afirmó su esposo.
Había pensado llamarla por su nombre de pila cuando cumplieran veinte años de casados, pero después le pareció que quizá era prematuro. Ahora se alegraba de no haberse precipitado, y así no violentar a Roberts con tamaña muestra de intimidad.
– Así que su llegada no puede ser más oportuna. Yo mismo voy a empezar a creer en la magia irlandesa que la ha traído hasta aquí, cuando más precisábamos de su intervención.
La magia, puede que incluso cuando se trata de duendes que solicitan su parte de la merienda, suele tener una explicación muy sencilla, por ejemplo, los lentes perdidos de un muchacho; o el aviso de Betsy, la segunda doncella que tiene encomendada la crucial misión de avisar a su señora cuando llegue alguna visita de interés para la dueña de la casa.
– En definitiva, Mrs Carrington, precisamente estaba tratando con Roberts ese triste asunto que implica a John Byron.
Mrs Carrington se mostró moderadamente sorprendida mientras calculaba por el brillo de sus ojos cuántas veces habían sido llenadas y vaciadas las copas que sostenían los caballeros.
– En estos momentos Roberts me estaba diciendo que la joven implicada podría ser una tal señorita… Georgie… Jennie…
El administrador acudió en su ayuda, evitando que un carraspeo de duda saliera de tan castigada garganta, y apostilló:
– Miss Darcy.
– ¡Georgiana Darcy! – exclamó la dama – Esto podría confirmar mis sospechas.
– Entonces ¿Es eso lo que ha confesado nuestro muchacho sobre este asunto? – preguntó su marido, sintiéndose súbitamente inclinado a utilizar calificativos más amables para describir a su benjamín que, puestos a batirse por una muchacha, había escogido a una con una renta bien saneada.
– Pues vera, no lo ha llegado a decir claramente. Me ha contado que la conoció jugando cuando era un niño…
– … por favor, no me diga que fue jugando con duendes… – murmuró el padre del joven artista.
– … con unos niños de carne y hueso, o eso he creído entender… – continuó Mrs Carrington, que consideró prudente obviar la aparición de las hadas en el relato del duelista – Pero cuando he intentado que me confirmara su nombre ha sufrido un ataque de caballerosidad galante y muy ofendido ha replicado que jamás mancillaría el nombre de ninguna dama. Y que jamás mancharía la reputación de una señorita intachable, de un ángel, de una diosa…
– ¡Con que no sea de un duende! – murmuró su marido – ¿Y eso qué significa? ¿Se trata o no se trata de la tal Miss Darcy? ¿Qué más sabemos de ella?
– Pero querido Mr. Carrington, ¡Cuántas veces le habré hablado de los Darcy, y sobre todo de su tía, Lady Catherine de Bourgh!
Quizá el padre de John Byron no prestara atención a la retahíla de nombres que su mujer le solía mencionar, pero el de Lady Catherine le hizo ubicarse rápidamente, mucho más por el “lady” que por lo que seguía, pero algo le decía.
– En realidad no conozco directamente a toda la familia, pero quién no ha oído hablar de su historia- El hermano mayor se casó con una joven que no era del agrado de su tía. Aunque yo la conozco personalmente y considero que es una muchacha muy sensata. – afirmó Mrs Carrington y añadió bajando la voz – Es más, me atrevería a añadir que eso fue lo que más le perjudicó ante los ojos de su tía política
El padre del insigne poeta no pudo evitar pensar que si la sensatez era lo que molestaba a esa señora, no había riesgo alguno en que desaprobara a John Byron.
– Me consta que la joven Darcy es una joven muy respetable que hasta ahora jamás se había visto envuelta en ningún asunto dudoso. – aportó Roberts.
– No, ciertamente – añadió Mrs Carrington – aunque hace tiempo creo que escuché algo…, nada de importancia, tan solo algunas citas sociales a las que no acudió so pretexto de emprender un viaje inesperado, hace ya algunos años…
Esto mejoró la imagen de la joven ante los ojos de Mr. Carrington, que podía comprender a cualquiera que se inventara cualquier excusa para faltar a un compromiso social, sobre todo si había peligro de que su hijo leyera una de sus obras, por eso lamentó escuchar a su esposa decir:
– Pero estamos suponiendo, no solo que se trate de Miss Darcy, sino que ella corresponde a sus sentimientos.
– El muchacho escribe versos sin parar ¿no es así? Resulta lógico suponer que son para una joven enamorada y que la destinataria se sentirá muy halagada ¿no es así? ¡Quién nos dice que no la ha con conquistado con sus dotes de poeta! – aventuró el administrador.
Mr Carrington sintió nacer en él la esperanza de que el comportamiento de su hijo, después de todo, no fuera tan errático como siempre había creído.
– ¡Le escribe versos y se ha batido por ella! Esa la clase de cosas que pueden gustar a una jovencita. Mrs Carrington, díganos, ese tipo de gestos sentimentales – dijo la palabra como si le costara pronunciarla – les suelen gustar a las mujeres ¿no es así?
– Supongo que es posible, pero para dictaminar algo sobre ese tipo de gestos, necesitaría haber sido objeto de alguno de ellos, en algún momento.
Contestó su esposa, sin obtener la más mínima reacción por parte de su marido. Quizá por eso fue la que carraspeó en este caso, o quizá porque no sabía cómo reconocer lo que acababa de hacer aunque ese parecía el momento preciso de confesarlo.
– Bien saben que no es propio de mí, pero la gravedad de las circunstancias me ha llevado a tomar medidas extraordinarias y me he atrevido a … a … a recoger algunos de los borradores de las poesías de John Byron.
– ¿Por qué? – inquirió, lleno de temor su esposo.
– Con la esperanza de que entre estas palabras se encuentre el nombre de la destinataria, o por lo menos, algún dato que nos permitan saber de quién se trata.
Realmente era inaudito, pensó su marido, una medida desesperada que aún así afrontaría con valentía: tendría que leer un poema de su hijo, circunstancia esta que llevaba evitando cuidadosamente desde aquel aciago día en que el desafortunado John Byron declaró sus aspiraciones literarias frente a su atribulado padre.
Para darse ánimos y para que no se le acusara de ser cruel con las personas a su servicio, rellenó las copas y, tras un suspiro y las perceptivas toses de resignación, entonó un “Adelante”.
Mrs Carrington desdobló las cuartillas llenas de tachones que Betsy había recogido – no sin cierta precaución – del cuarto del atormentado artista y comenzó su lectura:
“¿Acaso me atreveré a glosar su nombre, adorada G?
¿Acaso me dará alas Cupido (tachado una vez),
Tepsícore (tachado dos veces),
Calíope (sin tachar) para glosar su nombre?”
– Pues nos vendría bien.
“¿Acaso me atreveré a describir su belleza (tachado), su beldad?
¿Acaso las musas me permitirán describir sus ojos?
¿Acaso me permitirán recordar su cabello (tres palabras tachadas)”.
– No sé qué pone, parece que leo entre tachones “tan bien peinado”.
Mr. Carrington apuró su copa.
“¿Acaso me atreveré a recordar como los rayos de luna se enredan en su cabello en los días de verano?”
Resultaba notable que la luna hubiera vencido su irrefrenable impulso de salir por la noche para aparecer en un día de verano.
“¿Acaso el recuerdo de su sonrisa me devolverá los recuerdos de aquellos días?”
– Eso son, por lo menos, cuatro recuerdos.
– Del nombre es del que parece que no se acuerda.
“Acaso Cupido “ – parece que no se decide – “Acaso las musas pondrán palabras en la pluma de este pobre poeta…”
– A ver: poeta, poeta….
“¿Acaso mis palabras podrán describir a la diosa, la ninfa, el hada… “
– Se ve que no, porque acaba aquí.
– No ha dicho nada que nos sirva para confirmar la identidad de la señorita. – dijo, Mrs Carrington al tiempo que pensaba que ya sabían quién les podía decir que no la había conquistado con sus “dotes de poeta”.
– ¿Suponemos que ella ha recibido estos poemas? Pues, sea quién sea, ya ha sufrido bastante – sentenció su esposo y añadió – Es decir que… (carraspeo) que es lamentable que con ese duelo insensato John Byron haya expuesto así a una muchacha.
Ninguno ignoraba que con un duelo, el joven había dado alas a unas habladurías que, de otra manera, se hubieran quedado en meras bravatas que se ahogaban entre las risas y los codazos de los jóvenes oficiales.
El administrador, como si hablara íntimamente con el fondo de su copa vacía, al que miraba con inusitado interés, se atrevió a sugerir.
– Claro que si se tratara de defender el honor de una joven con la que estuviera comprometido, la cosa sería diferente.
Los tres quedaron en silencio durante unos instantes, mirando por la ventana pero, por una vez, sin admirar tan magníficas vistas.
¿Acaso contemplara un padre un futuro en el que su hijo menos prometedor consiguiera nada menos que una esposa de diez mil libras?
¿Acaso una madre preocupada entreviera la posibilidad de que una nuera, sensata y cariñosa, ahuyentaba los pájaros que revoloteaban en la cabeza de su hijo?
O acaso un sufrido administrador vislumbrara, tan solo, la posibilidad de tomarse otra copita más de sherry.
Sobre la autora: Belén Barroso es una buena amiga del Salón de Té de Jane Austen, y autora de la descacharrante parodia austenita «Confesiones de una Heredera con Demasiado Tiempo Libre» (que puedes adquirir aquí). Autora centrada en el humor, al que hay que tomárselo muy en serio, estamos a la espera de que nos cuente nuevas aventuras en su blog «Lo que ahorro en Psicoanálisis«.
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