Malentendidos y Aciertos: ¡Oh, musa divina del amor! (Prólogo y capítulo I)

PRÓLOGO

La madre de John Byron Carrington siempre comentaba, resignada, aunque en pocas ocasiones se animaba a hacerlo más allá de su círculo más íntimo, que el destino de su hijo menor era morir de un modo vergonzoso, llevando a la familia al más terrible oprobio.

Ya a sus cinco años, su hermana Mary Frances se había acercado a ella y le había preguntado, en un tono nada malicioso, si estaba segura de que era suyo y no se lo habían cambiado las hadas.

Como irlandesa, aunque no practicante de las viejas creencias, Lady Carrington había fingido no darle más vueltas al asunto, pero no podía evitar fijarse en que no solo Mary Frances, sino también el resto de su familia y amigos, miraban a John Byron con sospecha, y, por ende, también a ella. Porque los Carrington de pura cepa eran prácticos, poco imaginativos, serios, nada dados a la fantasía. Y ella era…irlandesa.

Una noche, después de que John hiciera una de sus escapadas por el jardín y volviera diciendo que había sido secuestrado por los duendes, pero que había acabado haciéndose su amigo y su capitán, hasta prometerles una parte de su ración de comida hasta el día de su muerte, no había podido evitar asegurarle al Lord Carrington que le juraba que él era el padre de la criatura.

John Sr. la había mirado con una sonrisa y había asentido, asegurando que jamás había dudado de ella.

—Crecerá y madurará, no te preocupes. Se olvidarán los libros, los poemas y encontrará algo que hacer con su vida.

John Sr. jamás parecía demasiado preocupado por nada. Siempre decía que para eso ya estaba ella, que se preocupaba por los dos.

Con los años, había aprendido que no merecía la pena sufrir por John Byron. Había llegado vivo a los quince, y después a los veinte, y después a los veinticinco, así que decidió que sobreviviría. La vida, una vez que se llegaba a la edad adulta, solo podía ser más sencilla.

John Byron Carrington miró a su alrededor y tomó aire. Los pulmones, hinchados y repletos, empezaron a dolerle antes de recordar que tenía que expulsarlo si no quería morir ahogado.

Agradecía la oportunidad que le brindaban los anfitriones de esa velada de leer alguno de sus poemas en público, pero sentía que se desmayaría en cualquier momento.

Había al menos diez personas mirándolo y seguro que notaban que estaba sudando, temblando, y que estaba a punto de salir a correr en cualquier momento.

Notó una palmada en el hombro y estuvo a punto de trastabillar.

—Si no empiezas ya, alguien se pondrá a tocar o a cantar, y no sé qué es peor.

La risa de su amigo Henry le taladró los oídos. Sabía que no quería ser desagradable, pero también que no le tenía ningún aprecio a su talento artístico.

Miró los papeles que tenía en la mano y no pudo distinguir ni una sola palabra. Se había dejado los anteojos en casa. Su madre decía que un joven en busca de esposa no debía mostrar sus defectos en público o jamás atraparía a ninguna candidata aceptable, de modo que ahí estaba, delante de lo que a él le parecía una multitud, dispuesto a quedar en el más absoluto ridículo.

—Puede empezar cuando quiera, muchacho.

Su anfitrión, el señor Bowen, lo animó con una sonrisa. Lo había conocido esa misma noche y le había parecido muy amable por su parte que le permitiera recitar sin conocerlo de nada.

Era consciente de que le debía aquello a Henry, pero estaba por ver cuánto le costaría.

—Piensa en que ella anda por aquí y esta puede ser tu oportunidad de conquistarla con tus versos.

El susurro de Henry hizo que John enrojeciera hasta las orejas.

Estaba allí para eso, se dijo. Por esa mujer que le había robado el alma y el sueño. Pasaba las noches paseando por el jardín, embriagado por el perfume del jazmín nocturno y de las rosas, buscando las palabras que pudieran expresar el color exacto de las mejillas y los labios de la mujer a la que amaba, pero era imposible describir tal belleza, el embeleso de esos ojos azules como el cielo o ese pelo tan… tan bien peinado.

—Imagínate cómo caerá rendida a tus pies cuando escuche lo que sientes por ella. Yo me derretiría —siguió Henry, burlón.

John apretó los labios y recordó que estaba en un lugar lleno de conocidos y que no podía romperle la cara a su amigo. Por no hablar de que quería parecer un buen partido para su amada.

Murmuró para sí y le dio un empellón a Henry para apartarlo.

Volvió a mirar los papeles que tenía en la mano, aunque seguía sin ser capaz de leerlos, y carraspeó. No sirvió de mucho, porque en uno de los grupos de la esquina, donde unos caballeros hablaban y reían, lo ignoraron como habían hecho hasta ese momento.

Se dijo que daba igual. Lo importante era que ella, su musa, su diosa, escuchara lo que su corazón sentía.

Se puso de puntillas para poder ver por encima de las cabezas que atestaban el salón, pero no pudo ver las plumas blancas que adornaban su cabello. Le dio igual, era imposible que no pudiera escucharlos y no supiera que estaban dirigidos a ella. ¿Para quién más podían estar escritas esas palabras, que parecían teñidas con la sangre de su corazón?

¡Oh, musa divina del amor!

¿Acaso Cupido no perderá una flecha para ti?

¡Oh, musa ascética del corazón!

¿Acaso Cupido no lanzará esa flecha para ti?…

Una risa estentórea y masculina hizo que John perdiera el hilo. El grupo de caballeros de la esquina del salón, ahora más numeroso, se había reunido, al parecer, en torno a un vistoso soldado de casaca roja, alto y elegante, como si se tratase de una abeja reina rodeado de sus esclavos.

Y no había solo hombres, sino que las damas parecían escuchar embelesadas lo que fuera que estaba diciendo.

Y, por todos los diablos, también su público, antes cautivado, parecía estar ahora más pendiente de lo que decía que de cómo seguía el poema, aunque era una de sus odas más logradas.

—… y esta dama, muy conocida de todos ustedes, pero de la que no diré el nombre por mucho que me lo rueguen, hizo algo más en ese corredor que ya saben, pasar… Hacía corriente, así que todos entenderán que buscara calor, ¿verdad? —El soldado emitió una risa grosera que hizo que todos rieran también y que algunos de los presentes lanzaran grititos escandalizados—. No, señores y señoras, no lo diré, no insistan. Soy un caballero.

John, aferrado a sus papeles, tenso, pensó que un caballero se preciaría mucho de hacer ese tipo de comentarios acerca de una dama en público, pero se dijo que no era asunto suyo.

¡Oh, musa divina que…

—La inicial, al menos.

—¡Sí, la inicial!

John se quedó con la boca abierta, pero la cerró al ver que había perdido a sus pocos oyentes, si es que le quedaba alguno. De hecho, un anciano que había dormido plácidamente en un asiento mientras él recitaba había despertado y ahora trataba de enterarse de qué hablaba el soldado.

El soldado se hizo de rogar, fingiendo bochorno. Tomó una copa, contó algún detalle escabroso más, miró a su alrededor, sondeando a la multitud y hasta rechazó sobornos, pero John conocía a ese tipo de farsantes, solo estaba caldeando el ambiente y aumentando su audiencia. Para cuando hablara, porque lo haría, la expectación sería máxima y el escándalo inmenso.

Solo esperaba que la pobre mujer de la que hablaba no fuera una conocida o se hallase muy lejos.

—G.

A John le costó entender que ya había respondido.

La letra corrió como la pólvora, ampliada, magnificada como un torrente.

G, como la inicial del nombre de su diosa, Georgiana.

De algún modo, algo estalló en su cabeza. Ese hombre no podía estar hablando del amor de su vida, de la mujer con la que él, en cuanto ella se fijara en él, iba a casarse, sino que, aunque todo eso que contaba fuera cierto, nadie debía vanagloriarse de ese modo de una conquista.

Horas más tarde, cuando se encontraba en el campo del honor con Henry, sorprendido y horrorizado a su lado, con el capitán Tilney al otro lado, borracho y despreocupado, como si aquello no fuera con él, apenas podría comprender qué había ocurrido para llegar allí.

Supuso que al fin había pasado aquello que su madre tanto temía: moriría haciendo el ridículo, con el corazón roto y dejando el oprobio a su familia.


Capítulo 1

Georgiana Darcy se levantó, como cada mañana desde lo que le parecían siglos, para hacer lo que hacía cada día: se lavó, tomó una taza de té en su habitación, se vistió y bajó a desayunar al comedor. El resto del día transcurriría en una nebulosa de rutinas y compromisos, pero no quería pensar por el momento en nada más allá del desayuno.

Esta rutina había variado poco con los años, aunque hubo un tiempo en que su vida prometía ser poco menos que espectacular. Ella era la heredera de Fitzwilliam Darcy, al fin y al cabo, vivía en Pemberley, tal vez la mejor mansión de Inglaterra. Tenía dinero propio y su pariente, lady Catherine de Bourgh, no la odiaba del todo, por lo que era posible que le dejara algo al morir.

Era hermosa, tenía una formación completa en todos los aspectos que debía dominar una dama, tocaba el piano de un modo que, si lo necesitara, Dios no lo quisiera, podría dedicarse a ello de modo profesional. Su hermano decía que, si había un ejemplo de mujer perfecta, ése era ella, si es que eso era fiable proviniendo de un hermano que la adoraba por encima de todo.

La buena sociedad inglesa sabía que cualquier hombre se pelearía por su mano y que, al cumplir la edad apropiada, empezarían a llegar las ofertas, todo el mundo estaba seguro de ello.

Sin embargo, algo había ocurrido y esas ofertas jamás habían llegado. Ni siquiera la de su primo Fitzwilliam, que al final había caído en las redes de su tía y se había casado con su prima Anne. Y, para sorpresa de todos, eran tan felices que hasta su cuñada Lizzy estaba sorprendida y era incapaz de hacer chistes a su costa.

Por supuesto, estaba aquel asunto de su huida con George, pero era algo que nadie sabía, así que eso no podía haber afectado a sus ofertas de matrimonio.

Al principio, no podía negarlo, se había sentido triste y frustrada por su fracaso ante lo que era su única misión en la vida, aquello para lo que la habían criado, y más cuando su irredento hermano se había enamorado y casado. Vivir con una pareja tan feliz amargaba a cualquiera. Pero, al final, se había resignado. Su vida no era tan diferente a como cuando era niña, al fin y al cabo. Era sencillo no tener nada que hacer más que ser perfecta y no dar que hablar. Solo había que hablar bajito, apenas opinar y quedarse en un rincón. No destacar siempre se le había dado bien y casi podría decirse que era su especialidad. Para eso ya estaban su hermano y su cuñada.

Con un suspiro, se sentó ante el plato y ahogo la ligera chispa de rabia que la inundaba cada día.

Era feliz, se repetía una y otra vez, no tenía motivos para no serlo. Vivía bien, tenía todo lo que deseaba, y estaba sana. El aburrimiento perpetuo no era un motivo para quejarse.

Además, en Londres, la vida era distinta. Había teatros, salidas, visitas, vida social. No conocía a mucha gente en la ciudad, pero le gustaba salir y sentirse una más, no ser solo la hermana de Darcy o la cuñada de la chispeante Lizzy, o que, como mucho, se preguntasen qué tenía de malo para seguir soltera a los veinticinco siendo rica y todavía aceptablemente atractiva.

Mientras se tomaba una segunda taza de té, escuchó ruidos al fondo de la casa.

Por supuesto, era magnífica, como todas las posesiones de la familia, pero no tenía nada que ver con Pemberley. Era más pequeña y cómoda y también era mucho más accesible al resto del mundo, lo que era, con diferencia, la característica menos apreciada por su hermano.

—… no ha muerto, pero…

—¡Terrible, terrible!

Georgiana dejó la taza de té y giró la cabeza al escuchar las voces de las criadas. Las dos mujeres parecían haber olvidado su presencia y también que llevaban las bandejas con los huevos revueltos y otras delicias en las manos.

Era posible que quien fuera estuviera enfermo, pero ella tenía hambre, y eso también era bastante terrible.

Carraspeó para llamar su atención y las dos la miraron como si fuera la mujer más horrible del mundo. Sin saludarla más que con un brusco gesto de la cabeza, dejaron las bandejas en el aparador y salieron del comedor sin servirla.

Sorprendida, Georgiana levantó una mano para llamar su atención, pero ya se habían ido.

—¡Querida, mi niña! ¿Qué haremos cuando se entere tu hermano? Se pondrá furioso. ¡Déjame contárselo a mí! Aunque antes tendré que saber qué ha ocurrido, por supuesto… —de pronto Lizzy, que había entrado en el comedor en tromba se detuvo y se llevó una mano al pecho—. ¿Dios mío, por qué tengo la sensación de que me parezco a mi madre?

Georgiana, de pie ante las bandejas de comida, se volvió hacia su cuñada, sorprendida ante su entrada. Todavía en camisón, con una cofia en la cabeza y dándose aire con una nota al recién recibida, parecía dividirse entre la histeria y la sorpresa. Al final, se dejó caer en una de las sillas y la señaló con un dedo tembloroso.

—¿Lo has vuelto a hacer? ¿Has vuelto a… bueno, ya sabes… con un guapo descarado?

Georgiana, con un cucharón enorme en la mano, escuchó el sonido húmedo de algo que caía al suelo. Al mirar, vio que los huevos manchaban la alfombra y se agachó para recogerlos, porque las criadas ya la odiaban bastante.

—¿Georgiana?

La joven dejó los huevos y frunció el ceño, como si necesitara hacer memoria.

Era una niña cuando se había escapado con George Wickham con la intención de casarse. Ella estaba tan convencida de estar enamorada y la decepción al enterarse de que él solo quería su dinero y molestar a su hermano, que se conformaba con unas libras a cambio de dejarla, había sido tan grande que no había vuelto a mirar a ningún ser vestido con pantalones más de una vez. Incluso a George, en alguna reunión familiar, lo había mirado de lejos y con sorpresa, pensando que la edad y los vicios no lo trataban bien.

—¿Cómo puedes preguntarme eso?

Georgiana se sorprendió de la rabia en su voz. Sabía que su cuñada no tenía la culpa de la frustración que había sentido durante años, pero la había acusado sin dudarlo.

—¿Sabes que ha habido un duelo por tu culpa?

—¿Qué?

—Un poeta retó a duelo al capitán Tilney en una fiesta porque él dijo que había tenido algo contigo. Por lo visto, el poeta insinuó que tú eras suya y esta mañana casi se matan.

Georgiana miró a su cuñada con la boca abierta. Notó que los huevos revueltos traspasaban la tela de la servilleta y se le escurrían por los dedos, pero fue incapaz de moverse.

¿Un poeta? ¿El capitán Tilney? ¡Si ni siquiera conocía a ese hombre más que por su terrible reputación!

Ahora comprendía las palabras de las criadas y su expresión. Pensaban que era una perdida. ¡Hombres asegurando en público que les pertenecía y matándose por ella! Si esas eran las noticias que corrían por Londres, su vida, la poca que le quedaba, estaba acabada.

Tragó saliva y sintió que se tambaleaba.

—Y… y ¿han muerto?

Lizzy había apretado los labios, pero parecía mucho más tranquila al comprender que no sabía nada del asunto. Por supuesto, era algo peliagudo, pero sería mucho peor saber que ella estaba implicada.

—No, el capitán está herido, pero más en su orgullo porque le ha herido un poeta sin reputación. Eso debe de dolerle mucho más que el disparo.

Georgiana no encontraba nada graciosa la situación ni sentía compasión por el capitán. No debería insinuar en público nada sobre damas a las que ni siquiera conocía. Irguió la barbilla.

—¿Y el poeta?

Lizzy volvió a leer el mensaje y cabeceó a modo de asentimiento.

—Se trata de un tal Carrington. Creo que conozco a su madre. Una buena mujer, de buena familia. Seguro que se soluciona todo. Tu hermano lo solucionará, ya lo verás.

Georgiana no supo qué le daba más miedo, si la tranquilidad de Lizzy al pensar que Darcy lo arreglaría todo, como siempre, o la posible solución que le daría a ese terrible asunto. Porque, ¿cuál era la solución a un escándalo de semejante magnitud?


Sobre la autora: Arwen Grey, es el seudónimo que utiliza esta autora nacida para escribir romántica, aunque le gusta compaginar todo tipo de literatura, publicando en Amazon y Harlequín, y siempre con un sentido del humor muy especial. Actualmente tiene en preventa «La Historia de Amor de Hans Gandía (y su Beatriz)

admin

10 comentarios en «Malentendidos y Aciertos: ¡Oh, musa divina del amor! (Prólogo y capítulo I)»

  1. En principio el título pasa la Regla de Amy: el poeta malentendió los comentarios del Capitán, y le acertó un disparo. Muy Bien!!
    La cuestión planteada en el prólogo acerca del intercambio de niños por la hadas remite a la costumbre regenciana hacer criar a los infantes fuera del hogar hasta que adquieran el apropiado comportamiento. No sería tan descabellado pensar que en algunos casos el niño retornado no sería el original enviado por la familia. Crea en el lector la expectativa de un misterio de filiación en el desarrollo de la historia, algo así como el Changelling de Chejov.
    Es entendible que la familia se esforzara en mantener los contactos entre Georgiana y Wickham al mínimo, pero seguramente en diez años Georgiana y Lydia habrán tenido ocasión de intercambiar algunas palabras y sería interesante enterarse de esa conversación. Tal vez a Georgiana le vendría bien algo de rivalidad femenina?
    Para entender la cronología: ¿el Capitán Tilney ya está casado o todavía está en la caza de alguna ingenua con muchos miles de libras?
    Mucha suerte a las autoras con el interesante proyecto!!

    1. Hola Leonardo. Gracias por leer la historia.
      Bueno, Arwen nos ha puesto un comienzo apropiado, como esperábamos.
      Ahora, buenas pregutnas que haces…a ver cómo sigue la siguiente autora 😀

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